Por primera vez en las últimas décadas, desde finales de 2012 los beneficios empresariales en España superan a la suma de todos los salarios.
En 2006, antes del comienzo de la recesión, los salarios representaban el 47,3% del PIB, mientras que los beneficios de las empresas se quedaban en el 41,4%. Este hecho podría parecer motivo de alegría para directivos y accionistas, si no fuera porque en los países más avanzados de Europa sucede justo lo contrario. Es decir, un alto ratio beneficios/salarios es un indicador de menor desarrollo económico. Los salarios españoles están 3,7 puntos por debajo de la media europea, mientras que los beneficios están 6,8 puntos por encima. Curiosamente, el FMI sigue recomendando presionar a la baja los salarios de los españoles.
El sector de las telecomunicaciones aparece aquí como una excepción, pues las malas noticias vienen por partida doble: no sólo se han perdido puestos de trabajo (más de 18.000 en los últimos 5 años) sino que además esta destrucción de empleo viene de la mano de una enorme erosión en los ingresos de las compañías, provocada no sólo por la crisis general sino también por una durísima competencia en precios. En consecuencia, las inversiones se han reducido un 29% en este último lustro. Estos datos pintan un panorama muy sombrío si consideramos además que los analistas siempre han señalado al hipersector TIC como estratégico y clave para la recuperación económica.
La realidad incuestionable es que España padece un imbatible desempleo estructural desde la crisis del petróleo de los años 70, sólo aplacado temporalmente por dos acontecimientos irrepetibles en las próximas décadas: la incorporación a la Unión Europea y la Burbuja Inmobiliaria, cuyo estallido ha mandado a la calle a millones de trabajadores que ahora nadie sabe cómo recolocar dentro de nuestras fronteras. Recordando que los tres factores tradicionales de producción son tierra, trabajo y capital, resulta que una burbuja especulativa en el factor tierra ha provocado el hundimiento del factor trabajo a costa del factor capital. Si el trabajo asalariado en masa surge con la revolución industrial, no es descabellado pensar que la desindustrialización puede provocar su definitiva disminución durante quizá muchas décadas. No es la falta de jóvenes (parados en un 50%) lo que pone en peligro nuestras futuras pensiones, sino la reducción de la necesidad del factor trabajo.
Una de las causas del surgimiento de la Revolución Industrial en Inglaterra a finales del siglo XVIII fue que los salarios eran relativamente elevados y resultaba conveniente sustituir trabajo por capital en forma de inversiones en maquinaria y nuevas fuentes de energía. Sin embargo, con la globalización resulta más barato todavía sustituir trabajo asalariado caro en países desarrollados por trabajo asalariado barato en países «emergentes». Es más, muchas multinacionales ni siquiera contratan personal directamente en esos países, sino que firman acuerdos con contratas locales. Es decir, menos trabajo y menos inversiones.
Siguiendo la ley del péndulo, parece que la Historia económica avanza hacia ¿nuevas? formas de contratación del trabajo. Por ejemplo, desde el Renacimiento hasta la expansión de las fábricas fue bastante frecuente en Europa el verlagssystem: trabajo a domicilio en el entorno rural, pagado por comerciantes que buscaban escapar de las rigideces de los gremios urbanos y reducir el precio del producto. Este tipo de relaciones nos provocan temor porque en la Universidad nos prepararon para ser unos buenos asalariados, pero las profundas transformaciones que estamos viviendo en la naturaleza de los intercambios económicos y la aparición de nuevos ingenios como las impresoras 3D abren sin duda todo un mundo de posibilidades. No se sorprendan ustedes de nada en las próximas décadas, la pensión tampoco nos la pagarán los inmigrantes.